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sábado, 22 de julio de 2017

Victoria

En el pueblo todos la criticaban, pero yo la admiraba en secreto y deseaba ser como ella. Ella tenía 17 años y yo 13. Ella era muy hermosa, de cabello negro siempre recogido en una cola de caballo alta, ojos oscuros y con un lunar junto a la boca. Todos los hombres se morían por ella y también algunas mujeres, aquellas que más mal hablaban de ella. A mi abuela sólo le daba el ataque cada vez que llegaba a la casa con un novio diferente cada día de la semana.

Los lunes era Jerónimo. Era alto y moreno, con unos ojos enormes y largas pestañas. Llegaba en las tardes, después de trabajar en el campo. Contaba historias fascinantes y todo el tiempo sonreía.

Los martes era Alfonso. Se la llevaba a bailar salsa y le traía flores de todos los colores. A veces traía regalos para mi y para mi abuela también.

Los miércoles era Sebastián, el favorito de mi abuela. Sus padres eran ricos hacendados, por lo que tenía mucho dinero. Sus ojos eran verdes y su cabello cobrizo. Era muy amable, pero a Victoria no le gustaba tanto: "es muy presumido", decía.

Los jueves era Luis. Mulato de hombros anchos y voz grave. Tocaba la guitarra y la hacía reír. Mi abuela lo detestaba y una vez lo corrió de la casa a escobazos porque los encontró a punto de cometer una indecencia, o al menos esa fue su justificación. Victoria se enojó como nunca la había visto, después de llorar y no hablarle por una semana a mi abuela, logró que lo dejaran visitarla de nuevo.

Los viernes era Humberto, Beto para los amigos. Era su favorito. Le cantaba canciones y le escribía bellos poemas. Tocaba la guitarra también. Tenía una nariz prominente que al principio me causaba gracia, pero después admiración.

Los sábados era Federico. De ideas revolucionarias y espíritu libre. Tenía el cabello castaño rizado y mirada soñadora. Era mi favorito, y una tarde lluviosa de verano me besó bajo el árbol de aguacates, mientras ella iba por el café.

Los domingos descansaba y entonces salíamos las dos juntas al cine o nos leíamos o tocabamos el piano. A veces me peinaba igual que ella y me sentía entonces hermosa y libre, como ella.

- ¿Con quién te vas a quedar? - le pregunté una tarde lluviosa de invierno mientras veíamos crepitar el fuego de la chimenea y comíamos castañas.

Me miró confundida y sonrió - ¿Acaso tengo que elegir?

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