Cada domingo, exactamente a las cuatro de la tarde, sonaba la primera nota de la trompeta. Dania, mi compañera de departamento, me volteaba a ver con el ceño fruncido y la boca torcida y yo le respondía con una mirada y un asentimiento de cabeza que significaba «sí, ya sé, otra vez».
La primera
vez que lo oímos sólo nos reímos un poco de lo mal que tocaba y de cómo sus
intentos por afinarse resultaban fallidos. A veces podíamos identificar un
pedazo o dos de algunas canciones populares, pero la mayoría del tiempo no
teníamos idea de qué intentaba tocar. La segunda vez pensamos que sería algún
vecino, tratando de aprender a tocar la trompeta y que sólo tenía oportunidad
de practicarla los domingos de cuatro a cinco con una precisión cronométrica.
Fue hasta el
tercer domingo que, al asomarme de la ventana de mi habitación, descubrí que el
trompetista desafinado se ponía justo enfrente de una casa del otro lado de la
calle. No parecía como uno de esos artistas o músicos ambulantes que tocan para
buscar dinero. O bueno, sí parecía, pero es que en esa calle no suele pasar mucha
gente y aunque fuera el caso, dudo que le hubieran dado dinero, a menos que
fuera por lástima.
Quizás,
pensé, le está llevando serenata a alguna de las personas de esa casa. Y
entonces sentí algo de ternura por ese hombre enamorado que trataba —énfasis en
el trataba— de deleitar a la persona que amaba con su música. Imaginé cientos
de historias en mi cabeza, teorías varias de los motivos que lo llevaban a
entonar —desentonar, más bien— melodías de trompeta.
Con el paso
de los domingos me percaté que no sólo se paraba frente a esa casa y por una
hora tocaba su instrumento sin descanso, sino que además tocaba las mismas
canciones, siempre en el mismo orden. A pesar de que iba todas las veces no
mejoraba y, con el tiempo, me cansé de espiarlo. Simplemente decidí ignorarlo y
escuchar el concierto desde la sala de mi casa, mientras que Dania y yo
tratábamos de adivinar qué canción era, o si sólo se la estaba inventando.
Un domingo
me di cuenta de que no había escuchado a la trompeta a pesar de que eran cuarto
para las cinco. Me asomé por la ventana y no vi a nadie. Me preocupé un poco y
sólo pensé que ojalá no le hubiera pasado nada al trompetista. Que ojalá y por fin
hubieran dado fruto sus serenatas y aquella persona lo había recibido
directamente en su casa, o que esa persona se hubiera mudado, o que simplemente
se hubiera cansado de que no funcionara y se había rendido.
El domingo
siguiente, en punto de las cuatro de la tarde escuché una marimba. Me asomé a la ventana y lo vi ahí,
frente a la casa, tocando con enorme concentración.
Gracias por leer. Se agradecen los comentarios ❤
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