Me desperté en un bosque, desorientada y sin saber cómo había llegado ahí. Caminé hasta el castillo que podía ver a lo lejos. En la entrada me recibió un caballero. Sentí que lo conocía, pero no podía recordar su nombre ni en dónde lo había visto.
—Te
estábamos esperando, Raquel —me regañó—, ¿por qué tardaste tanto?
No supe qué
contestarle; sólo me encogí de hombros. Lo seguí por los pasillos hasta una
puerta de madera enorme que se abrió con un rechinido por arte de magia y se
cerró de la misma manera en cuanto entré a la habitación. En el interior había
únicamente una enorme cama con dosel. Me acerqué y vi que en ella dormitaba una
princesa.
Entendí que
era mi destino romper su maldición y despertarla. Pero no me parecía eso de
darle un beso sin su consentimiento, así que traté sacudiéndola del hombro con
suavidad. No funcionó. Intenté con mayor brusquedad. Nada. Jalé las sábanas
para destaparla, le di palmaditas en la cara, intenté abrir sus ojos con los
dedos, le hice cosquillas, brinqué en el pedazo de cama desocupado, busqué al
caballero para pedirle agua y le salpiqué la cara —tampoco se la quise echar
encima, qué tal si le hacía daño—, grité «¡despierta!»… Nada. Luego pensé que
igual y el beso no tenía que ser en la boca, pero tampoco funcionó dárselo en
la frente.
Finalmente
desistí y mejor me acosté a un ladito, al cabo que la cama era enorme y no la
iba a molestar. Nos tapé a ambas y me dormí.
Desperté en
mi propia cama, desorientada y sin saber cómo había llegado ahí. A mi lado
estaba la princesa.
—Gracias por despertarme —me dijo.
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