Me
recomendaron que fuera a la casa de Doña Reyna a que me curara los dolores de
pecho. La primera y última vez que había entrado a ese lugar tenía siete años. Iba
acompañando a mi mamá, que estaba embarazada de mi hermanita, a su consulta
semanal. Con esa visita bastó para que decidiera que no volvería nunca más.
Pero el
dolor se hacía cada vez más intenso, al grado de dejarme en cama días enteros,
y ninguno de los doctores que me revisaron supieron decirme a qué se debía. Una
fortuna gastada en estudios para nada.
—Te han de
haber hecho un mal de ojo —dijo mi madrina, una de las que me sugirió que fuera
a ver a Doña Reyna—, o un conjuro de esos feos.
—Chale,
tía, ¿en serio cree en eso? —No pude disimular mi escepticismo.
—A la hija
de la maestra le hicieron uno —me aseguró—, a los cinco días no dejaba de
vomitar bilis y sangre, pero Doña Reyna le hizo uno de sus menjurjes y al día
siguiente estaba como nueva.
Así que
pese a mi promesa hacía tantos años me encontré camino a la casa de la famosa
Doña Reyna.
Las punzadas en el pecho y el esfuerzo de ir subiendo la colina me
impedían ir rápido. Tenía que detenerme a agarrar aire cada tres pasos. Mi
única preocupación era llegar antes de que anocheciera porque entonces sí me iba
a dar más miedo entrar y hablar con la señora.
Toqué la
enorme puerta de madera, temblando de pies a cabeza de nervios. Me abrió una
mujerno mucho más grande que yo, de piel morena, como todos en el pueblo, y con
el largo cabello negro recogido en una trenza.
—Buenas
tardes —la saludé con timidez—, ¿está Doña Reyna?
—¿Pa’ qué
la quieres? —entornó los ojos negros y brillantes, analizándome con tanta
intensidad que me dio un escalofrío—. Tu mamá es Gloria, ¿verdad?
Asentí. Se
movió a un lado para dejarme pasar.
La
decoración no había cambiado en nada: las paredes cubiertas de cientos de
santos y figuras que no reconocía —algunos de cabeza, otros amarrados con
cuerdas—, veladoras de todos los colores eran la única fuente de iluminación, y
colgadas en todas partes diferentes hierbas cuyo olor me atacó los sentidos,
provocándome mareo. Una cama al fondo semi oculta por una cortina, una mesa de
madera cubierta de frascos, dos sillas, una vieja estufa de leña y un mueble de
muchos cajones.
—¿Qué es lo
que tienes? —me preguntó, señalándome la silla junto a mesa para que me
sentara.
—Vine a ver
a Doña Reyna porque me duele mucho el pecho. —Me tallé justo donde dolía—. Los
doctores no saben por qué, ¿no está en casa?
—Yo soy
Doña Reyna. No preguntes —me advirtió, al ver que iba a hablar.
No era
posible que la mujer en frente mío fuera Doña Reyna. La bruja ya era una
anciana cuando vine por primera vez. «Quizás es su hija», me dije mentalmente,
aunque no recordaba haber escuchado que Doña Reyna tuviera hijas. Decidí que no
quería darle importancia a eso, lo que quería era que me curara —o admitiera
que no podía— e irme corriendo de ese lugar.
—Quítate la
camisa —me ordenó, al tiempo que abría y cerraba los cajones sacando cosas de
algunos y colocándolos en la mesa. Luego me miró y me señaló—. Eso también,
necesito que te descubras todo el pecho.
Obedecí y
luego la observé echar las cosas en una olla sobre la estufa y prendía el
fuego. Mezclaba lo que estaba preparando cada cierto tiempo, en completo
silencio. Me aterraba hablar y que se molestara conmigo por distraerla. Al
final apagó el fuego y sirvió el líquido resultante en una taza.
—Bébelo así
caliente.
—Pero está
hirviendo —me quejé.
—Te va a
doler de todas formas —se encogió de hombros— y es más efectivo si lo tomas
así.
Me quemé la
boca y la garganta, y esperaba el ardor en el estómago, pero en su lugar el
calor se extendió por todo mi pecho. Grité.
Cuando
recuperé el conocimiento ya era de noche. De alguna manera me había llevado a
la cama.
—Por fin
despiertas —dijo con voz ronca y señaló el borde de la cama—. Tu ropa está ahí
encima, ¿cómo te sientes?
Me
sorprendió comprobar que el dolor había desaparecido por completo.
—Ya no
duele —le dije, mientras me vestía sólo con la camiseta.
—Muchas
gracias. ¿Cuánto le debo? —Me empecé a acercar a ella buscando en mis
pantalones el dinero. Ella me detuvo levantando la mano.
—Tráeme dos
conejos de la granja de tu mamá mañana.
—De
acuerdo. —Me di la vuelta para salir, mientras dormía estaba bien, pero ahora
me seguían asustando las figurillas, sentía que algunas me miraban— Muchas,
muchas gracias.
Antes de
salir me giré para volver a verla. Y podría jurar que, en unas horas, había
pasado de ser una mujer joven a una de más edad. Pero me ganó más el miedo que
la curiosidad, y además no podía ver bien porque mucha luz no había, así que me
despedí y salí corriendo para volver a casa.
Definitivamente ya no me dolía
nada.
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“Esta recopilación participa en el Reto anual: 12 meses 12 Relatos 2020 organizado por De aquí y de allá by TanitBenNajash”
Muchas gracias a Nea Poulain por betearme este relato.
Palabras: 864
Gracias por leer. Se agradecen los comentarios ❤
Las yerberas del barrio están felices con tu relato. Quisiera saber que otra cosa le dijo que se tenia que quitar *wink wink* No voy a decir mucho, la mano de nea beteando siempre es buena. En general la trama me agrada;me alegra el detalle de que si especificaras que todo el pueblo es de color de una forma armónica, no exagerando o pasándolo por alto. I like it. ya mevoy. bye.
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